Colgado durante horas del arnés me pregunto
por qué estoy aquí, echo un vistazo atrás en el tiempo. Mi vida ha sido larga,
he buscado la escapatoria y he encontrado mil respuestas. Al final caigo en que
busco la quietud en la oscuridad, el silencio roto por el eco incesante del mosquetón
asegurándose y largas horas de camino sobre la cuerda. Mis amigos me dicen que
me hice un hombre en el pozón, no es así…
ya lo era pues la experiencia te madura. La adaptación es evidente, he
cambiado... mi parte animal lucha por salir.
Al entrar la oscuridad se abre paso y las pupilas se
dilatan, el movimiento ralentizado asegura cada paso, el corazón debe bajar las
pulsaciones mientras los músculos buscan la posición más efectiva, tienen que
mover 90 kilos más la carga y no se pueden permitir excesos. Mi tamaño me
limita en este espacio.
El paso
de las horas, el paso de los días hacen que te engulla más y más. La
deshidratación es muy fuerte aquí abajo, nos adaptamos a beber lo justo, la
comida liofilizada nos aporta lo necesario sin exquisiteces. Nos movemos con
soltura sobre bloques, escaladas infinitas, meandros desfondados con paredes afiladas
que machacan nuestro cuerpo. Las rodillas y codos se hinchan después de largas
gateras y posturas imposibles, manteniendo la inflamación como protección sobre
las articulaciones. Como osos trepamos escarpadas rocas entre profundos
abismos. El barro en la cara y las manos nos sirven de protección frente a la
intensa humedad.
Mantenemos los biorritmos con estrictos horarios de comida
y descanso muy necesarios, sin los que nuestra moral se vendría abajo. El
cerebro calcula nuestra posición sobre una composición espacial de galerías y
sectores superpuestos, manteniendo además el control de las emociones. Midiendo
nuestros dominios aprendemos a amarlo, encontrando en cada rincón un espejismo
de enorme belleza, con el que alimentamos nuestra motivación.
La psiquis se
afianza por el deseo de la exploración, del descubrimiento de nuevos mundos en
los que convivimos en armonía.
Calculamos las
posibilidades, según la morfología de las distintas capas geológicas, en las
que leemos pasados de Eras remotas bajo un mar de antiguos moluscos. Las curvadas
estalactitas marcando la dirección del aire durante cientos, miles de años, las
blancas arenas cubriendo secas galerías que atestiguan el paso de antiguos
ríos, zonas fósiles todas ellas. Muy distintas de los conductos epifreáticos
llenos de lodos, húmedos y fríos, angostos y laberínticos. Olfateamos el rastro
sin perder el camino como sabuesos, siguiendo las huellas de pequeñas marcas
sobre el suelo concreccionado.
Nuestro momento se acerca, el momento de subir y no lo vemos como algo especial, nos hemos adaptado a vivir en penumbras, estamos “asilvestrados”. Cargamos la saca, que nos acompaña siempre como una extensión más de nuestro cuerpo, pero nuestro movimiento es fluido, subiendo largos pozos con soltura, pasando angostos conductos, huyendo de desplomes asegurados.
Las incidencias se solventan rápidamente, pasando bajo
cascadas de un goteo incesante, al que hacemos frente con humor. Y ya en la
calle un día infernal nos espera, deshidratados y desnutridos corremos por la
cortada ladera de una quebrada montaña. Entre peñascos y lapiaces y bajo una
intensa granizada saltamos entre las rocas como lobos tras la presa, sin pensar
en que llevamos 4 días inmersos en la tierra. Ese contacto que nos hace sentir
vivos, que formamos parte de un pasado remoto, en el que el hombre no disponía
nada más que de sí mismo para defenderse, nos embarga y emociona.
La adaptación
es evidente, mi animal está conmigo.
Josean
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